Garri Kasparov, el campeón de ajedrez, estaba en la cúspide de su carrera a los 32 años cuando lo convocaron para enfrentarse a un adversario inusual en el Centro de Convenciones de Filadelfia en 1996: Deep Blue, la supercomputadora de IBM.
El encuentro fue épico. Kasparov, un estratega maestro, se sentó frente a un técnico de IBM que, siguiendo las órdenes de Deep Blue, movía las piezas con una capacidad de cálculo asombrosa. La máquina podía hacer hasta 100 millones de jugadas por segundo, pero aún así Kasparov ganó el primer encuentro, llevándose consigo un premio de 400,000 dólares.
En 1997 se jugó la revancha. Esta vez la victoria fue para Deep Blue con un resultado global de 6 partidas por 3½-2½. La derrota no le sentó bien al maestro del ajedrez. Cuenta la leyenda que Kasparov denunció a IBM, acusándolos de tener participación humana en los partidos. Una acusación infundada que reflejaba la incredulidad del campeón ante la posibilidad de ser derrotado por una máquina.
O sea, Kasparov creía que otra persona podía ganarle, pero no que una máquina pudiera hacerlo.
No era la única persona que pensaba así. Su escepticismo era compartido por muchos antes del cambio de milenio. Aunque se reconocía el potencial de las computadoras, nadie imaginaba el vertiginoso avance que tuvieron a lo largo de los años. El resultado del mismo es que hoy vivimos en un mundo hiperconectado.
Es algo parecido a lo que pasa hoy con la IA. Nos damos cuenta que es una tecnología con el potencial de cambiarlo todo, pero no sabemos dónde termina.
Deep Blue empezó siendo bueno. Un año después ya era imbatible. Este ascenso es un recordatorio de cómo una tecnología puede evolucionar rápidamente.
¿Pasará lo mismo con la inteligencia artificial en el 2024?
Todo parece indicar que sí.
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